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Análisis de "La vida sublime"

“…o la construcción de un pasado

como la justificación de un presente”

Felipe Pigna

Cuando la guerra, me cuenta mi tía a la hora del café, vivíamos en un cuartel porque “Papá” era carabinero. Papá, mamá y todas nosotras, las nueve hermanas. Cuando la situación era peligrosa, nos subían a todas a un bote y cruzábamos la ría en plena oscuridad. En la otra orilla había un bosque y allí pasábamos la noche hasta que a la mañana siguiente nos venían a recoger. Éramos nueve niñas en camisón vagando por el bosque. La mayor tendría veintisiete años, la menor nueve. La historia me había fascinado hasta el punto de que, aprovechando que ese café lo hacíamos en el mismo pueblo donde setenta años antes había ocurrido la anécdota, le propuse a mi tía ir a visitar aquel bosque. Mi tía, cambiando el gesto, me dijo que no se acordaba donde era, pero unos segundo más tarde, ante mi insistencia, se negó en rotundo a visitar aquel lugar, quizás porque sabía perfectamente en qué lugar de su memoria estaba y en qué rincón de su cuerpo.


Entonces dejamos de hablar. En silencio, miré sus ojos hasta creer entenderla.


El mito invivible. La maravillosa capacidad de los muertos de hablar de nosotros cuando hablamos de ellos. Esa tardía revelación que nos asegura que el pasado de los difuntos de la familia es también nuestro pasado, algo así como un subterráneo prólogo a nuestro nacimiento, algo así como estar en dos lugares a la vez, en dos épocas a la vez. Cuando mi piel continúa en la tuya, en la que me dijeron que fue tu piel. Cuando la difusa verdad se mezcla con la poderosa imaginación con tal de abarcar la ausencia, suprimirla verbalmente, evocarla deportivamente, colgar fotografías en la pared o hacer una película.


En “La mirada de Ulises” (Theo Angelopoulos, 1995), este encuentro con el pasado se articula a través del viaje de un hombre por los países balcánicos en busca de tres antiguos rollos filmados por los hermanos Manakis, tres películas que nunca llegaron a revelarse y que son el inicio del cine griego. Con estas imágenes perdidas, el protagonista intenta recobrar esa inocencia de la primera mirada y, con esta película, Angelopoulos hace su particular homenaje al cine en el año de su centenario. Volver al origen porque al final del viaje está tu principio.

En “El desencanto” (Jaime Chavarri, 1976) se apuesta por una autopsia familiar, una relectura de los hechos que marcaron el devenir de la familia Panero a partir de la muerte del padre. Y es en la periferia de esta ausencia donde la viuda y los hijos se abandonan a un reencuentro consigo mismos y con una historia que parecía hablar de amor cuando en verdad era indiferencia, que parecía hablar de inocencia cuando era hipocresía, y que parecían ser besos lo que en realidad eran metralletas. En esta película, la historia de una familia es la mínima expresión de una disección aún más pretenciosa, la de una época, la época en la que la sociedad española se reencontró consigo misma tras la muerte del dictador.


“La vida sublime”, de Daniel Villamediana, es una película de idénticas directrices, una historia fronteriza entre lo que pudo haber sido y lo que fue, pero sobre todo lo que pudo haber sido. Víctor decide ir tras las huellas de su abuelo en un intento por saber quién fue y qué lo llevó a hacer los viajes que hizo, una aproximación real y definitiva a la figura de un antepasado, sangre de su sangre, en el cual apoyar su propio devenir. La necesidad vital de próceres domésticos, de una historia personal que haga de la lucha cotidiana una continuación de las luchas anteriores, y así forjar una experiencia colectiva que es la experiencia de aquellos que no comparten un lugar y tampoco una época, pero si los lazos sanguíneos.


A veces nos pasa que necesitamos ser consecuentes con la sangre, y con ello, irrevocablemente convocamos a las heridas, las ausencias, los fantasmas y el silencio. Incapaz de quedarme quieto, averigüé a través de otros familiares cuál era aquel bosque del que hablaba mi tía, y allí me fui una tarde. Ahí estaban los arboles, ahí estaba la ría, el viento y el silencio. Me había propuesto pasar la noche allí, solo, pero el miedo vestido de frio me expulsó. Y en ese lugar tan silencioso y aislado que se iba oscureciendo poco a poco fue donde, por unos segundos, justo antes de retirarme, pude sentir con todo el cuerpo algo parecido a la guerra, una sensación muy próxima y más definida de aquello que siento cuando veo los ojos de mi tía.

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