“La belleza es ese misterio hermoso
que no descifran ni la psicología ni la retórica”
J.L. Borges
Explicar con imágenes lo que no puedes explicar con palabras. Pensar con ruidos lo que no puedes pensar con música. Sentir con el tiempo lo que no puedes sentir en los espacios. Y así, no hablar de la India, sino ser la India.
Benarés, ciudad sagrada a orillas del Ganges, tiene más de tres mil años de historia, y David Varela, que estuvo allí, no nos dice una sola palabra. Nos enseña las imágenes de su viaje pero no nos dice nada, solo nos pone las imágenes delante de los ojos, aguarda unos minutos, y la cambia por otra. Así pasamos dos horas, pero podríamos seguir toda la noche. Benarés no es cualquier ciudad, como la India no es cualquier país y los rostros hindúes tampoco son cualquier rostro. Para nosotros, los que vivimos a este lado del mundo, este ejercicio contemplativo de un lugar como aquel resulta de lo más accesible, hipnótico por los colores, palpable por sus relieves, envolvente por el agua, telúrico por la tierra, incandescente por el fuego y agitado por el viento. Las coreografías anónimas de esta ciudad son un motivo suficiente como para entender tres mil años de historia, el rito constante que ya no sólo tiene que ver con el culto explicito a lo divino, es también el ritual de la vida cotidiana, las maquinas que fabrican telas, la gente durmiendo en las terrazas, el Ganges y sus mil versiones, los gimnasios, los niños en la calle, las vacas, las casas y la comida.
La búsqueda de lo inexplicable que sucede bajo la piel de cada rito no se construye desde la explicación, lo racional y el verbo, sino que dicha empresa no espera más de nosotros que la simple contemplación, que, por otra parte, de simple tiene muy poco, ya que es en su interior, en las entrañas del ojo, donde se resuelve una aparente explicación, racional y verbal.
Planteamientos similares se dieron en películas como “El hombre de la cámara” (Dziga Vertov, 1929) donde la radiografía de una sociedad en marcha es meticulosamente retratada hasta el punto de que la historia, la historia rusa, es comprendida con sólo mirarla. ¿Cómo hizo Vertov para conseguir esto? Pues estando con su cámara en todos los rincones de San Petersburgo al mismo tiempo. Otro ejemplo de idénticas características lo encontramos en el trabajo del español José Val del Omar, en obras como “Aguaespejo granadino” (1953-55) o “Acariño galaico” (1961), donde la persistencia visual de la arquitectura, el agua y el barro desembocan en un gesto trascendental resultado del encuentro con lo indecible, con aquello que indudablemente coexiste entre los seres y las cosas. Y puede que eso que nos rodea, nos condiciona y nos describe no sea otra cosa más que la luz.
Tanto Dziga Vertov como José Val del Omar se apoyan en dos elementos de las raíces del cine para poder prescindir de la palabra sin flaquear la narración, y estos son el movimiento y la luz. En el caso de “Banaras me” también vemos una vuelta a los orígenes, a la estructura ósea del cine que no es otra que ver, mirar en silencio unas gentes, un país y un mundo del que sólo basta contemplarlo unas horas para entenderlo, para sentirlo e incluso, estar ahí el tiempo que dure el ritual. El ritual de ir al cine. Y no sólo esto, sino que además esta selección de imágenes de David Varela funcionan como apertura sensorial en cada uno de los espectadores a modo de viaje personal, dando a entender, por momentos, que el ojo objetivo si existe. Porque los países son siempre, más o menos, los mismos, pero no existen dos viajes iguales.