"La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo"
Dylan Thomas
La pequeña Lucrecia Martel se muerde los labios en catequesis y se hace la muerta en el suelo de la cocina. La pequeña Lucrecia Martel se pasa el verano leyendo a Horacio Quiroga y trepando árboles. En los tres veranos de Lucrecia Martel siempre estuvo claro quienes eran los que hacían la comida, los que hacían las camas, los que servían el vino y los que limpiaban las manchas de sangre del suelo. En los veranos de Lucrecia Martel siempre estuvo claro quienes se encargaban de los enfermos y quienes de los monstruos. Para los primeros es fundamental ver la organización social en la que se desarrolla la narración. Estamos en Salta, siempre estamos en Salta, altiplano argentino, las clases bajas se buscan la vida, las supuestas clases medias intentan olvidarla. Unos ordenan y otros obedecen. La decadencia es absorbente, el calor insoportable. La clase media agoniza a un lado de la piscina, huele a agua estancada, nadie contesta el teléfono ¿Dónde está la sirvienta?. Aquí los muertos cuidan de la salud de los moribundos.
Y por los pasillos de este caluroso hospital de provincia, subiendo y bajando escaleras, correteando entre enfermos, jugando primero con el agua y luego con el fuego, los niños y su constante diálogo con lo desconocido, la infancia y su irrecuperable contorsión hacía el infinito, hacía un mundo cada tarde, un universo del otro lado de la pared, las habitaciones oscuras, los animales muertos y las primeras tormentas de verano entre las piernas. La infancia y su negociación permanente con los monstruos. ¿En que se diferencia el cercano ladrido de un perro que no ves y Dios? ¿En que se diferencia si apenas tienes ocho años, si apenas tienes diecisiete o cincuenta y tres? No, enserio, ¿en que se diferencian?
Aquí no se salva nadie. Niños tan niños, adolescentes tan adolescentes y adultos tan adultos que parecen monstruos. Nadie sabe que pasará mañana. Nadie sabe nada y, a falta de otra cosa, la Fe. La Fe como lugar transitorio, como los hoteles, como las casas de veraneo, como la adolescencia y el amor. La mentira, en cambio, es habitable, habitable contra tu voluntad, como las cicatrices en el cuerpo, como la memoria y el acto reflejo de crecer.
Hubo una tarde en que la pequeña Lucrecia Martel se preguntó por La Fe y la mentira, hubo una tarde en que vocalizó sus prematuras dudas y esos interrogantes lanzados al cielo quedaron suspendidos, fragmentos de infancia aún sin respuesta, sin explicación, interrogantes inmensos para que esa edad lo pueda soportar, para que ese verano y esa familia los puedan, si quiera, domesticar. Son todos los balones que perdimos en los tejados y es justamente esa rabia, el cine de Lucrecia Martel es esa rabia que sucede a perdida cuando todavía no sabemos muy bien lo que eso significa.
El cine de Lucrecia Martel mantiene una correspondencia constante con Lucrecia Martel, con la memoria de Lucrecia Martel, siempre sobre el lomo de esa casi obsesiva mirada retroactiva que busca el detalle, aquello que brilló por unos segundos pero no captamos porque éramos pequeños o demasiado adultos. El juego que lo ocupaba todo y los precipicios que nunca imaginamos justo a un lado, la delgada línea que separa los opuestos, los niños y las niñas, los hombres y las mujeres, la verdad y la mentira. Su cine es esa épica de lo cotidiano, lo faraónico de una edad diluida en el tiempo, todo un verano como toda una vida. Lucrecia Martel es la confesión de un asesinato en la cola del supermercado, es la muerte bajo el “Soley, soley” de Middle of the road, el silencio afilado bajo el “Mamy blue” de Demis Roussos, las armas de fuego manipuladas por niños, la lucha de clases en medio de una discoteca y la virgen junto al depósito de agua.
Lucrecia Martel no llegará nunca a hacer mi película favorita, la película de mi vida, y quizás ella tampoco vuelva a conseguirlo, conseguir la película de su vida, porque, en mi opinión, la película de su vida ya está hecha, la película que le da sentido a su aparición en el panorama cinematográfico universal es “La ciénaga”. Y si cuando hablamos de Lucrecia Martel hablamos exclusivamente de “La ciénaga” es por dos motivos, el primero, porque encuentro en ella esa correspondencia, antes mencionada, en estado puro, en bruto, y se agradece encontrar esa sinceridad aunque, en principio, no tenga que ver con el espectador sino consigo misma. Y el segundo motivo lo relaciono con el contexto donde surge, en medio de un auge cinematográfico argentino planteado, a grandes rasgos, sobre un dibujo narrativo de tres lados, la dictadura militar de finales de los ´70, el corralito financiero del 2001 y Ricardo Darín. Con “La ciénaga”, Lucrecia Martel sobrevuela todo lo que podemos esperar de un cine nacionalmente predecible, y sin embargo, no abandona por ello el acento, los orígenes.
Lucrecia Martel es como Isabel Coixet pero con los pies sucios, es como el Dogma pero sin amigos, es como Daniel Burman pero con sangre , Lucrecia Martel es como Carlos Reygadas pero desde el vientre. Lucrecia Martel es un cine terriblemente femenino, y eso está muy bien. La palabra terrible seguida de femenino. Terriblemente femenino.