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La gallina de los huevos de oro (Woody Allen en Barcelona)


“Barcelona hace un calor que me deja fría por dentro

con este vicio de vivir mintiendo,

que bonito sería tu mar si supiera yo nadar”

Giulia y los Tellarini




Es como cuando vas por la calle y te encuentras con el rodaje de una película. O mejor, es como cuando viendo una película reconoces escenarios porque son los que habitualmente transitas. Entonces el secreto parece insinuarse en la trastienda de la obviedad (“hostia, mira, así se hace una película”) para luego volver a diluirse en pos de una inocencia continua y necesaria (hostia, mira, yo ví como grabaron esa escena”).


La cuestión que aquí se pretende cartografiar radica justo en esos segundos de revelación transitoria, en ese acto que se deduce muy similar a sorprender al mago por la espalda y que nos relega, queriendo y no queriendo, a una toma de postura: ¿podemos seguir creyendo en el lenguaje cinematográfico o mejor abandonar cualquier intento de lectura e irnos de una vez por todas, por ejemplo, al campo a sembrar patatas?


Ya el filósofo alemán Ludwig Feuerbach se la veía venir allá por 1841 cuando proclamaba: "Sin duda nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser... lo que es 'sagrado' para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad”, o lo que más tarde los situacionistas resumen al filo de la resignación: “Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación”.

La revelación, barajando estos precedentes, se puede hacer muy densa, ya que en efecto, lo que aquí parece tambalearse no sólo es aquella floritura de “la magia del cine”, sino también nuestra ya de por sí bombardeada inocencia del ojo que, a base de desactivar esencias, ya sólo se alimenta de las apariencias.


Llegados a este punto del paseo, cualquier simulacro verbal será ineludiblemente un nuevo diagnóstico del estado de las cosas. Y las cosas, para dejar clara la curva, no están nada bien.


En junio de 2007 Woody Allen aterriza en Barcelona para rodar su nueva película cuyo título, por contrato, sería “Vicky Cristina Barcelona”. Tal vez por el carácter con el que impactó su rodaje en la ciudad condal, vease el show mediático, la ingente masa atenta al “¡corten!” e incluso las acrobacias legales del ayuntamiento en cuestión, y quizás también por el resultado final de la película, que enseña una ciudad que es la sagrada ilusión en detrimento de la profana verdad, este trabajo, junto con “Midnight in París” (2011) y “To Rome with love” (2012) articularían lo que el arriba firmante da en llamar “La trilogía del souvenir”.


En efecto, el souvenir es la contracción del recuerdo, la parte por el todo que, en busca de la fijación perenne, reduce lugares, viajes y culturas a su minima expresión, invocando en su gesta la candencia del tópico, recayendo una y otra vez en lugares comunes donde el punto de partida suele ser también la llegada. Así mismo, la idea de que lo latino se define en los tres primeros botones de una camisa, lo español en el guitarreo del escandalo público y la bohemia en las manchas de acrílico y vino tinto, podíamos esperarlo de cualquier norteamericano que, allá donde se encuentre, impone las clausulas propias de una mirada anglosajona, pero Woody Allen, obviando sus patologías nacionalistas, es una figura que nos remite a otro tipo de narrativas, y cuando digo narrativas quiero decir épocas, a otras épocas donde Woody Allen era sinonimo de humor en medio del naufragio y Manhattan el único amor verdadero. Y tanto es así que sus últimos escarceos citadinos parecen tener la distancia de esos amantes ambiguos, que pueden sumergirse sin mojarse y que seguramente, por la mañana, de ellos ya no quede más que el dinero sobre la mesilla. Y para no perder la metáfora del adulterio, al otro lado de la cama tenemos a la furcia Barcelona, a la que nadie sabe quien le partió el corazón pero que sigue actuando como tal, buscando el calor de quien se apiade de ella y, si tercia, la lleve de compras para que vista con corrección y aprenda lo necesario para comportarse en una sociedad postmoderna.


La ambición de trascender los muros de las calles que lo vieron nacer, llevan a Woody Allen a pecar de extranjero, siempre con una mirada que no busca el anclaje con la civilización visitada sino con la modernidad, y esta, algunos ya lo saben, no es sino otra formula de americanizar el mundo a base de esteticas de media tarde. Barcelona, por su parte, no se queda atrás y por eso el negocio es redondo, mientras Allen se venda como lo que fue, Barcelona se proyectará en medio mundo como lo que algún día terminará siendo, esto es, la Barcelona de las guías turisticas, los transatlánticos de lujo y el suplemento dominical del periódico.


Y dado el antecedente que me toca más de cerca, me arriesgo a suponer que también París seguirá regenerándose a base de una época dorada que, por mucho que me enfrente a la metáfora central de la película, ya no existe, y Roma permanecerá amarrada a sus pequeñas fabulas como placebos de una historia inabarcable.


En definitiva, así como Woody Allen gusta en sus primeras películas porque, tal vez, uno nunca fue un niño judío en el Bronx o jamas se enfrentó a una teta gigante, en esta trilogía, y más concretamente en “Vicky Cristina Barcelona”, la credibilidad (o la magia) se deshincha por proximidad, porque ¿Qué es una rubia con cámara de fotos en el Raval sino una nueva invasión bárbara? ¿Y qué es un pintor con avioneta sino un niño de billetes que, a falta de problemas allá por encima de la Diagonal, se los inventa? Woody Allen gustaba porque, problemas psicológicos incluidos, lo creímos siempre de nuestro lado, ¿Quién entiende las relaciones humanas? ¿Quién es capaz de soportarse a sí mismo?, pero, al igual que el grupo de música que en directo pierde sus encantos, Woody Allen se cae por su propio peso en este truco de magia montado en la puerta de casa, y lo relega a esa enorme lista de productos ante los que se aconseja leer detenidamente sus ingredientes previo consumo.


Pasados los años podemos confirmar nuevamente que ninguna palabra transversal puede estar a la altura de los números dado que, aunque al mago se le vio el truco, la gente no dejó de aplaudir, o lo que es lo mismo, “Vicky Cristina Barcelona” fue un éxito en lo que a recaudación se refiere. Y así, el absurdo malintencionado al que llamamos Siglo XXI parece haber cruzado definitivamente la línea de no retorno, llevando el malestar de la minoría (siempre la minoría) a una vía muerta donde el humor es el único pasatiempo.


Y ya por fidelidad a esa disidencia de las palabras a contracorriente, ¿Quién iba a decir que esta historia entre cineasta y ciudad podía acabar como el chiste con el que se cerraba “Annie Hall”?, aquel en el que un tipo va al psiquiatra y dice: “Doctor, mi hermano está loco, se cree que es una gallina”, y el doctor entonces aconseja: “Intérnelo”, a lo que el tipo responde “Lo haría, pero necesito los huevos”. Bueno, supongo que eso es lo que pienso de Woody Allen, está viejo, ya no es lo que era y se acuesta con cualquiera, pero incluso las minorías seguimos necesitando los huevos, y quizás por eso, la obligación de este texto.

Bibliografía/Filmografía:

Feuerbach, Ludwig, 1841, “La esencia del cristianismo”, Ed. Trotta

Debord, Guy, 1967, “La sociedad del espectaculo”, Ed. Castellote Editor

Agencias/10 de julio de 2007/”División municipal en Barcelona por la película que rueda en la ciudad Woody Allen”/ en elpais.com (edición impresa)

Agencias/9 de julio de 2007/ “Woody Allen inicia con polémica en Barcelona el rodaje de su nueva película”/en elmundo.es

Lluis Bonet/28 de noviembre de 2007/ “El productor de Allen critica el clima de acoso en Barcelona”/en lavanguardia.com

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