Dado el crudo acontecer de los hechos, vivimos domiciliados en una dinámica de las apariencias que, ahora sí podemos confirmar, echaron raíces hasta el punto de tocar órganos vitales como lo son el sentido común o la vergüenza ajena. Cuestiones como el falso orgullo, los agradecimientos desmedidos, la sonrisa dibujada o los pésames pomposos se han convertido en la moneda vehicular de nuestras relaciones personales y laborales, llegando al punto de habitar una realidad hueca basada en el conformismo y la neutralidad.
En las “Psicopatologías de la vida cotidiana” (1901) Sigmund Freud acosa los puntos cardinales de aquello que dio en llamar el acto fallido, es decir, el acto que, en lugar de transmitir el mensaje buscado por el emisor, se desdobla a oídos del oyente en planteamientos transversales u opuestos a los originales. Freud, tan dado a eso de resolver porqués, concluía que ningún acto fallido responde a la azarosa sinapsis de la naturaleza humana, sino, más bien, a una nueva redada del inconsciente pidiendo paso.
Los lugares comunes, podríamos decir brevemente, son los espacios donde nadie puede verse excluido, ya que remiten a estandartes asumidos por todoslos cualquiera que ocupan una comunidad transitoria como lo es un ascensor, una sala de espera o una fiesta en casa de.
Por lo general, el terreno mejor abonado para dicho desliz freudiano es la conversación, ese mágico suceso que nos eleva en tanto animales pero que, quizás por lo bien que creemos movernos en ella, parece degradarnos en tanto humanos.
¿De qué signo eres?, lo esencial es invisible a los ojos, tu nombre es igual que el de aquel detergente, ¿extrañas tu país?, con las matemáticas puedes explicarlo todo, ¿cómo llevas los estudios?, somos once contra once y lo que diga el míster, ¡sois hermanos y sois iguales!, al fin y al cabo la banderita yanqui sale en dos de cada tres planos generales, no mires mi habitación que es un desastre, pues la semana pasada había gente, aún podemos ser amigos, siempre se van los mejores, la culpa de todo la tiene Yoko Ono y me llena de orgullo y satisfacción.
Este recurso discursivo, que bien evoca un evidente deseo de esquivar el temido silencio disparando simulacros de proximidad, sugiere, en principio, una bien habida naturaleza temporal en el arranque de la charla, pero solo puede saberse tal si inmediatamente después, tanto el emisor como el receptor, encuentran el hueco donde poder ejercitar sus inquietudes, sus reflexiones y su punto de vista. Si este segundo nivel no se practica con sinceridad y conocimiento, lo normal sería asumir el fallido acercamiento y pactar equitativamente el final del encuentro, pero en cambio, lo que parece ir fraguándose en este mar de voces en que vivimos, es exactamente lo contrario, es el alargue, la conversación que incapaz de tomar vuelo se niega a morir y se arrastra, y se arrastra hasta las últimas consecuencias, y uno porque no tiene otra cosa que hacer y el otro por no ofender, y uno porque cree estar gustando y el otro porque solo sabría dar ostias, y uno porque es un egocéntrico y el otro un falso de cuidado.
La vaga conversación que se cuela ¿cuántas veces al día?, que inunda el horizonte de falsos contenidos, que termina engrasando la vida social y también, porque no, auténticas filosofías de vida, el acto fallido que florece en un mundo donde no importa el adjetivo, que genera charlas, luego opiniones, más tarde argumentos, discursos, apologías, manifiestos, partidos políticos, gobiernos, países y, finalmente, la ONU.
Llegados a este punto cabe recordar que, en el postulado freudiano, el acto fallido tiene una razón de ser, que existen unos motivos muy cercanos a la carencia que justificaban y justifican este modus operandi que nos va definiendo cada día más como seres transitorios, prescindibles, porque ¿qué otra clase de persona puede surgir de una conversación pasajera?