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La libertad antes de la invasión (turística): analizando "Barcelona era una fiesta"

La libertad antes de la invasión (turística): analizando "Barcelona era una fiesta"

“Éramos tan felices” Michi Panero

Barcelona siempre fue una ciudad demasiado pequeña como para que todos, tarde o temprano, nos enteremos de lo que pueda estar sucediendo (véase la reciente visita del Papa. En los bares se hablaba de él, en las plazas se hablaba de él, en el metro, en los centros cívicos, jóvenes, adultos y ancianos), pero también lo es demasiado grande como para que todos sus habitantes se pongan de acuerdo en una actitud (véase la reciente huelga general, los últimos resultados electorales o la diversa fauna urbana que podemos encontrar en sus barrios). Por esta última razón creo que el titulo de esta película excede con creces las dimensiones reales del suceso que narra. Barcelona no fue una fiesta, lo que fue una fiesta fue la vida de todos aquellos personajes que la vivieron, que en absoluto representaban a la mayoría de los estratos sociales de aquella Barcelona, ni a todos sus ciudadanos y ni siquiera a todos los jóvenes de la misma generación. Por lo demás, no sólo parece un titulo puesto a última hora sino que huele a pretencioso y apesta a imperativo. Vale, ya tenemos el territorio delimitado. Ahora los testimonios de quienes, en esta película, cargan con el peso de ser, o haber sido, Barcelona. Entonces escuchamos y vemos a Pau Riba, Quim Monzó, Marta Sentís, Víctor Jou, Mariscal, entre otros. Historias envidiables, sin duda, historias contadas por quienes la vivieron, los que estuvieron ahí, quienes tienen la suerte de ver retratada su juventud en aquellas películas de súper 8 y vhs, aquellos que, de alguna manera, articularon la vorágine de una edad, la edad de ellos, pero no la de una ciudad. Es curioso que todos los entrevistados sean personas que hoy en día o, por lo menos, pasada aquella maravillosa edad, fueron consecuentes con su propia juventud. Porque no todos aquellos jóvenes terminaron siendo dibujantes, diseñadores, músicos, no todos aquellos jóvenes terminaron viviendo de la escritura o la fotografía. Entonces me pregunto ¿Dónde están los que acabaron trabajando de camareros, revisores del metro o representantes de alguna corporación? ¿Qué historia tienen para contar los que, aun habiendo estado en primera línea, hoy son funcionarios, abogados, yonkis perdidos o ferreteros? Otra vez la historia la escriben los que “ganaron” (aunque la batalla se haya perdido). Y es que no me creo la historia cuando solo la cuentan los artistas, no me creo la revolución cultural cuando la revolución cultural sólo abre las puertas a que todos estemos desnudos y fumando canutos. Tuvo que haber pasado algo más, yo no viví aquella época pero no dejo de pensar que allí tuvo que pasar algo más, algo más explosivo, algo más estimulante y doloroso, algo mucho más fuerte y trascendental como para que esos rostros sean realmente los rostros de una época y de toda una ciudad. Y por ello echo en falta otras visiones del suceso, otras experiencias, las experiencias de aquellos que en su juventud también creyeron en su nombre, y que hoy nadie sabe como se llaman. Es un buen trabajo, por otra parte, la documentación audiovisual, el esfuerzo por localizar primero y compartir después con el público, grabaciones caseras en la intimidad de las casas o el material grabado por la gente de Video Nou en la intimidad de la ciudad. Sin duda retratos que dejan a la libre interpretación del espectador actual lo que pudo haber sucedido casi treinta años antes. Material audiovisual que ayuda al espectador a contrarrestar la información que nos narran aquellos cuyas palabras se siguen cotizando. Y material que ayuda, por último, a hacer de esta historia algo más particular, original, porque sin esas imágenes ¿en que se diferenciarían las batallitas que nos contaron y nos siguen contando los que vivieron el Paris de los ´60, la Barcelona de los ´70, el Madrid de los ´80 o el Berlín de los ´90?




La cara oculta del hombre anuncio, reflexiones sobre José González y "su" documental.


"Me encanta tu canción de la guerra" una admiradora a José González

En la extraordinaria vida normal de José González la vida tiene una explicación, o por lo menos la angustia, la silenciosa angustia de la vida, de la vida normal, la debe tener. Todo lo minúsculo de lo que estamos hechos debe de tener una explicación y José González ve el punto de fuga para esta cuestión en algo muy próximo a la música y a la teoría física. “¿Por qué tardo tanto en escribir una canción?”, “¿Qué pasa cuando no paras de tocar canciones melancólicas?, me pregunto que provoca eso en el cerebro”, “A menudo me pregunto cuánto nos afecta la música con la que nos criamos”.

Existencialismo puro y duro. Silencios compartidos, explicaciones que no se entienden, diálogos internos feroces, habitaciones de hotel y lugares ajenos. Da igual si José González está en Singapur, España, Estados Unidos o Argentina. Existe algo que va con él (y con nosotros) siempre, una carga que nunca lo abandona, una duda que no se resuelve pero que, por otra parte, lo mueve por territorios por los cuales, sin esa duda original, no habitaría. La duda a José González lo llevó a leer cosas de física, fotones, ADN, cromosomas, y también a escribir canciones increíblemente profundas, como si en la misma profundidad de la canción, allá a lo lejos, allá en el fondo, se puedan terminar desvelando los tejidos, la estructura ósea de aquello que nos duele, aquello que a José González le hace escribir y tocar.


¿Dónde acaba la realidad y empieza la ficción? Este documental tiene un trabajo escénico increíble. Sólo es cuestión de tiempos, tiempos que no son los del documental, son de ficción. Escenas como preparadas de antemano y una vida como escrita de antemano. Véase los planos donde los objetos esperan silenciosos la mano que los articule minutos más tarde, como el micrófono en el escenario o la lata de cerveza en la mesa. Véase los cuidadosos planos del músico rasgueando su guitarra junto a una ventana desde la que se ve todo Singapur. Detalles que nos desplazan a otro lugar que no se corresponde del todo con el registro, a veces torpe, a veces improvisado, que esperamos de un documental. Y por otra parte, el movimiento inverso. José González toca sobre el escenario su guitarra, lo acompaña una mujer con las palmas a su lado. La luz es intima. El plano, suave, lo registra todo desde atrás. De repente José González se atraganta y comienza a toser. Se detiene la canción. Se rompe el juego seductor cinematográfico. Algo de lo más trivial rompe el clímax. Parece extraño, pero no es más que algo espontaneo, indomable y, por lo tanto, real.


La extraordinaria vida normal de José González podría ser una película ficticia, un falso documental, todo irreal, falsa la música, falsos los viajes, falsos los acompañantes y falso el mismo José González. Todo podría ser producto de un guión interpretado por un excelente actor en unas localizaciones formidables. Pero no lo es, o eso creo.

En todo caso, lo que esta historia emana es universal, aunque sólo estemos hablando de un tipo corriente que toca la guitarra, que le va bien con ella, y coquetea, en las noches insomnias, con una física que lo ayude a entender un poco la vida, cuando sabe desde el principio que, después de todo, sólo le está dando vueltas a trivialidades.



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