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Bergman: el baile de disfraces comenzó a la hora prevista

"-¿Sabes de donde vienen esas arrugas, María? -No, no sé de donde vienen. -Esas arrugas vienen de la indiferencia". Gritos y susurros

El baile de disfraces comienza a la hora prevista. El palacio está preparado, los anfitriones se mezclan con los invitados. Todos llevan sus máscaras. ¿Quiénes son los anfitriones, quiénes los invitados? Con los primeros acordes de la orquesta (los músicos también llevan máscara) se da comienzo al vals en el salón principal. La danza fluye generando una gran coreografía general, todos detrás de sus máscaras ¿Contentos? ¿Alegres? Todos danzando en la ebriedad del anonimato bajo las cálidas luces del palacio. Fuera, en el exterior, lo que parecía ser una noche de lluvia en realidad era un día más de guerra, los días de la segunda guerra mundial. Ni el murmullo general, ni las risas, ni la música pudieron evitar que se escuchen algunas explosiones a lo lejos y siempre a lo lejos, nada pudo evitar que los invitados oyesen los aviones que cruzaban el cielo cada cierto tiempo, y nada pudo evitar que aquel hombre sin máscara, rostro aguileño, calvo, desgarbado y en pantuflas, irrumpa en la fiesta ¿Quién era?


Sin pausa, poco a poco, ese hombre se fue aproximando a cada uno de los invitados que allí bailaban y con cada encuentro, un cruce de palabras que desembocaba inevitablemente en la quietud de los cuerpos. Así con cada uno de los invitados al baile de disfraces. El hombre fue hablando con cada uno de ellos y cada uno de ellos, después de oírlo, abandonó la coreografía sumiéndose en una quietud que ni las máscaras pudieron contener. Así fuimos descubriendo lo que ellas ocultaban; la identidad de los bailarines. Jóvenes desilusionados, matrimonios en números rojos, amantes obsesionados, profesores resignados, actrices silenciadas, escritores encerrados en sí mismos, sacerdotes que ya no creen, padres que no aman e hijos que optaron por la fantasía a falta de otra cosa. De repente todos se vieron desnudos, incapaces se seguir sujetando la sonrisa ortopédica, incapaces de seguir conteniendo en un margen la condición humana, descreídos, escépticos, abandonados de la mano de cualquier dios. Pero ¿Quién era aquel hombre que consiguió de tan distinguidos invitados lo que no había conseguido hasta ahora ningún esbozo de amor propio y ninguna conciencia realmente autocrítica que parta en dos esa realidad superficial? Aquel hombre a cara descubierta que había reventado el baile de disfraces con toda autoridad, que había entrado en el palacio quién sabe cómo, con total impunidad, y que había traído la misma guerra al mismísimo centro del salón principal del palacio y al mismísimo centro de nuestros corazones, no era otro que Ingmar Bergman.


El 31 de Julio de 2007 moría Ingmar Bergman en la isla de Farö, Suecia. Nosotros nos enteramos por un mensaje de teléfono. Estábamos en una playa de un pueblito de Galicia. Una playa que, en un prematuro gesto, bautizamos como playa “Ingmar Bergman”.


¿Qué decir de Ingmar Bergman? ¿Qué más se puede decir además de ver sus películas y poder amarlo u odiarlo? ¿Qué más sino llorar su muerte si vas necesitado de mitos vivientes o alegrarte si lo que querías era una señal que te diga, por fin, que ha llegado tu momento?


Y tú que prefieres ¿Bergman en blanco y negro o Bergman en color?, ¿Max Von Sydow o Erland Josephson? ¿Ingrid Thulin o Bibi Anderson? ¿Liv Ullman en“Secretos de un matrimonio” o Liv Ullman en “Sonata de otoño”? ¿”El séptimo sello” o “Persona”?


Todos los que en algún momento tuvimos que escribir sobre Ingmar Bergman lo hicimos forzando las palabras hacia lo metafísico, hacia aquello que está más allá, forzando el verbo para atrapar eso que, evidentemente, no se puede traducir a palabra escrita. Porque aquello que gusta, aquello que golpea en el cine de Ingmar Bergman es la imagen, el movimiento y el gesto de unos personajes y de unos escenarios cuya conjunción escapa precisamente a la explicación verbal. Sus coreografías, la contorsión física de unos cuerpos golpeados por una temática universal, son las que hacen del cine del director sueco un cine único e irrepetible. Ese dolor, esa manera de sufrir tan escandinava, tan silenciosamente escandinava, como ríos de un rojo profundo por debajo de la nieve, como el hambre de quienes tienen el estomago lleno, ese dolor y esa rabia de quienes parecen que no tienen ningún motivo para quejarse, para gritar. Motivos para aullar, que nunca faltan por muy acomodado que te encuentres, por muy amparado que te encuentres, sea por la familia, sea por la inocencia de la infancia o por algún dios. Motivo para aullar precisamente por la familia, por la infancia y por dios. Motivos para dejar de creer, o empezar a hacerlo.


Ingmar Bergman fuerza a todo el que escribe sobre él, al que lo escucha y al que lo observa, a atrapar eso que existe de indecible en la condición humana. Leamos pues a Soren Kierkegaard, leamos a Jean Paul Sartre, leámoslo todo sobre el protestantismo y, aún así, no dejaremos de merodear en la periferia de eso que tanto nos duele y que su cine señala y denuncia en un ejercicio físico de apenas dos horas, de apenas tres horas. Bibliografías enteras para darle forma a eso que Ingmar Bergman encuentra en un rostro, un rostro que, de un momento a otro, tiene dos caras, un rostro que, de un momento a otro, sufre por su historia que es la historia de todos, que es la historia de esa parte del mundo que parece no tener motivos para llorar, que parece no tener ningún motivo para hacerse, y hacer daño. Y después de ver su cine te preguntas, ¿Cómo que no existen motivos? ¿Cómo que no pasa nada? Con Bergman entiendes que no existe clase social que te exima del miedo a la muerte, que no existe una edad, una religión o, en definitiva, un baile de disfraces que acalle a los fantasmas, con Ingmar Bergman no existen pactos de paz con este mundo que, si se va al carajo (Bergman sic) se llevará con la misma impunidad a África y a Europa, a America del Sur y a America del norte, y es aquí donde encontramos la universalidad de ese silencio tan escandinavo, de esa manera de hacer cine tan burguesa, esa manera de contar historias tan bien y tan mal al mismo tiempo, en apenas unos pocos fotogramas.


Cuando me enteré de la muerte de Ingmar Bergman recién estaba empezando a comprenderlo y, sin embargo, la noticia de su muerte cayó sobre mí como si el finado estuviese a mi lado, como si la muerte hubiese sido dentro de mí.


El interrogante que queda en el aire, por muy duro que sea, va en dirección a su edad. Ingmar Bergman murió a los 89 años y uno se pregunta, ¿por qué, después de haber tratado los temas que trató en su cine, siempre al filo de la locura, al filo de la desesperación y la muerte, después de apostar por una vida artística que también fue su vida personal, porque no se mató? ¿Por qué, al fin y al cabo, y a pesar de todo, Ingmar Bergman se aferró tanto a la vida? La respuesta, evidentemente, sólo la puedo encontrar en sus películas, todas sus películas una y otra vez.

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